Un café, por favor. Al precio de 1995.

Un café, por favor. Al precio de 1995.

Hay algo curioso en la relación que tenemos con el café: lo exigimos perfecto, rápido, caliente y a nuestro gusto… pero al mínimo intento de subir su precio, se encienden todas las alarmas.

El café del bar: la excepción a la inflación

Si la electricidad sube, lo entendemos. Si la cesta de la compra se encarece, protestamos, pero la asumimos. Sin embargo, cuando el café solo del bar aumenta apenas 10 céntimos, el cliente medio lo vive como un agravio personal. Se convierte en tema de conversación, en queja recurrente e incluso en motivo para cambiar de cafetería. Es como si el café hubiera quedado congelado en un limbo económico: todo sube, excepto él.

La máquina de oficina, anclada en los 90

Lo mismo sucede con las máquinas expendedoras. Muchas siguen marcando precios prácticamente idénticos a los de 1995. Mientras el coste de producción, distribución y materias primas ha escalado durante casi tres décadas, la monedita de un euro sigue siendo suficiente para sacar un café con azúcar y vaso de plástico. Es un anacronismo cotidiano que normaliza la idea de que el café “vale lo mismo de siempre”.

Más opciones, misma resistencia

El sector, mientras tanto, ha evolucionado. Hoy encontramos cafeterías de especialidad, baristas que hablan de tueste y origen, alternativas para personas con intolerancias o con estilos de vida más conscientes. La variedad es infinita, y cada elección implica costes añadidos: formación, equipamiento, materias primas diferenciadas. Y, sin embargo, la resistencia del consumidor a pagar un precio justo actúa como un freno para que la oferta siga creciendo.

Los costes invisibles detrás de la taza

Lo que rara vez se percibe es la cadena completa que hay detrás de cada sorbo. El café es un producto agrícola que depende de regiones específicas, muchas de ellas en países en desarrollo. Los precios de las materias primas han subido de forma notable en los últimos años, en parte por la especulación en los mercados, pero también por el impacto directo del cambio climático: cosechas arruinadas por sequías, plagas que se expanden con el calor o la pérdida de zonas aptas para el cultivo.

A eso se suma el transporte internacional —fletes cada vez más caros—, la energía necesaria para el tueste y la distribución, y el esfuerzo de modernizar la oferta. Hoy, un barista no solo sirve café: explica variedades, ofrece leches vegetales, cuida la trazabilidad. Esa especialización implica formación, equipamiento de calidad y, por supuesto, mayores costes operativos.

El freno de la resistencia del consumidor

Paradójicamente, cuanto más evoluciona el sector, más limitado se encuentra por la resistencia del consumidor a pagar un poco más. Queremos cafés de especialidad, alternativas para intolerancias, sostenibilidad en la cadena de suministro… pero no aceptamos que eso se refleje en el precio final. Esa tensión acaba frenando la innovación y obliga a muchos negocios a mantener márgenes mínimos, a costa de precarizar al personal o reducir calidad.

Un lujo cotidiano que seguimos subestimando

El café es uno de esos pequeños lujos cotidianos que damos por sentado. Lo tratamos como un básico que debería mantenerse “fuera del mercado”, inmune a las subidas, cuando en realidad es un producto vulnerable a los vaivenes globales, a la presión del clima y al esfuerzo humano de quienes lo producen y lo sirven.

Quizá ha llegado el momento de cambiar la pregunta. No tanto: ¿por qué sube el café?, sino más bien: ¿cómo puede ser que siga costando casi lo mismo que en 1995?

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